La era de la mujer
En el Talmud hebreo se recoge este dicho: “Cuídate
mucho de hacer llorar a una mujer, ¡¡pues Dios cuenta sus lágrimas!! La
mujer salió de la costilla del hombre. No de los pies para ser
pisoteada; ni de la cabeza para ser superior; sino de su costado, para
ser su igual; debajo del brazo para ser protegida; y al lado del corazón
para ser amada”
Aquí te copio una idea de la mujer como clave del futuro:
“Nuestra
civilización, dominada por la técnica, tiene necesidad de un corazón
para que el hombre pueda sobrevivir en ella, sin deshumanizarse del
todo. Debemos dar más espacio a las «razones del corazón» si queremos evitar que la humanidad vuelva a caer en una era glacial.
En esto, a diferencia de muchos otros campos, la técnica
es de bien poca ayuda. Se trabaja desde hace tiempo en un tipo de
ordenador que «piensa» y muchos están convencidos de que se logrará.
Pero nadie hasta ahora ha proyectado la posibilidad de un
ordenador que «ame», que se conmueva, que salga al encuentro del hombre
en el plano afectivo, facilitándole amar, como le facilita calcular las distancias entre las estrellas, el movimiento de los átomos y memorizar datos…
A la potenciación de la inteligencia y de las posibilidades cognoscitivas del hombre no le sigue con el mismo ritmo, lamentablemente, la potenciación de su capacidad de amor. Esta última, más bien, parece que no cuenta nada, aunque sabemos muy bien que la felicidad o la infelicidad en la tierra no dependen tanto de conocer o no conocer, sino de amar o no amar, de ser amado o no ser amado.
No es difícil entender por qué estamos tan ansiosos de incrementar
nuestros conocimientos y tan poco de aumentar nuestra capacidad de amar:
el conocimiento se traduce automáticamente en poder, el amor en servicio.
Una de las
idolatrías modernas es la del «IQ», el «coeficiente intelectual».
Existen varios métodos para medirlo. ¿Pero quién se preocupa de tener en
cuenta también el «coeficientes del corazón»? Sin embargo sólo el amor
redime y salva, mientras que la ciencia y la sed de conocimiento, solas,
pueden llevar a la condenación. Es la conclusión del Fausto de Goethe y
es también el grito que lanza el cineasta que hace clavar
simbólicamente al suelo los preciosos volúmenes de una biblioteca y hace
exclamar al protagonista que «todos los libros del mundo no valen lo que una caricia». Antes que ellos, San Pablo había escrito: «La ciencia hincha, el amor en cambio edifica» (1 Co 8,1).
Después de tantas eras (…), es deseable que se abra por fin, para la humanidad, una
era de la mujer: una era del corazón, de la compasión, y que esta
tierra deje ya de ser «la pequeña tierra que nos hace tan feroces»”.
«HABÍA TAMBIÉN ALGUNAS MUJERES»
«Junto a la cruz de Jesús estaban su madre y la hermana de su madre, María, mujer de Cleofás, y María Magdalena»
(Jn 19, 25). Por una vez, pongamos aparte a María, su Madre. Su
presencia en el Calvario no requiere de explicaciones. Era «su madre» y
esto lo dice todo; las madres no abandonan a un hijo, aunque esté
condenado a muerte. ¿Pero por qué estaban allí las otras mujeres?
¿Quiénes y cuántas eran?
Los evangelios refieren el nombre de algunas de ellas: María
de Magdala, María -la madre de Santiago el menor y de Joset-, Salomé
-madre de los hijos de Zebedeo-, una cierta Juana y una tal Susana
(Lc 8, 3). Llegadas con Jesús de Galilea, estas mujeres le habían
seguido, llorando, en el camino al Calvario (Lc 23, 27-28), ahora en el
Gólgota observaban «de lejos» (o sea, desde la
distancia mínima que se les permitía) y en poco tiempo le acompañan, con
tristeza, al sepulcro con José de Arimatea (Lc 23, 55).
Este hecho está
demasiado comprobado y es demasiado extraordinario como para pasar por
encima de él apresuradamente. Las llamamos, con una cierta
condescendencia masculina, «las piadosas mujeres», pero son mucho más que «piadosas mujeres», ¡son igualmente «Madres Coraje!»
Desafiaron el peligro que existía en mostrarse tan abiertamente a favor de un condenado a muerte. Jesús había dicho: «¡Dichoso aquél que no halle escándalo en mí!» (Lc 7, 23). Estas mujeres son las únicas que no se escandalizaron de Él.
Se discute
vivamente desde hace algún tiempo quién fue quien quiso la muerte de
Jesús: los jefes judíos o Pilato, o los unos y el otro. Una cosa es
cierta en cualquier caso: fueron los hombres, no las mujeres. Ninguna mujer está involucrada, tampoco indirectamente, en su condena.
Hasta la única mujer pagana que se menciona en los relatos, la esposa
de Pilato, se disoció de su condena (Mt 27, 19). Es cierto que Jesús
murió también por los pecados de las mujeres, pero históricamente sólo
ellas pueden decir: «¡Somos inocentes de la sangre de éste!» (Mt 27, 24).
Éste es uno de los signos más ciertos de la honestidad y de la fidelidad histórica de los evangelios:
el papel mezquino que hacen en ellos los autores y los inspiradores de
los evangelios y el maravilloso papel que muestran de las mujeres.
¿Quién habría permitido que se conservara, con memoria imperecedera, la
ignominiosa historia del propio miedo, huída, negación, agravada además
por la comparación con la conducta tan distinta de algunas pobres
mujeres; quién, repito, lo habría permitido, si no hubiera estado
obligado por la fidelidad a una historia que ya se mostraba como
infinitamente mayor que la propia miseria?
* * *
Siempre ha surgido la cuestión de cómo es que las «piadosas mujeres»
son las primeras en ver al Resucitado y a ellas se les dé la misión de
anunciarlo a los apóstoles. Éste era el modo más seguro de hacer la
resurrección poco creíble. El testimonio de una mujer no tenía peso
alguno. Tal vez por este motivo ninguna mujer aparece en el largo elenco
de quienes han visto al Resucitado, según el relato de Pablo (1 Co 15,
5-8). Los propios apóstoles, respecto a las primeras, tomaron las
palabras de las mujeres como «un desatino» completamente femenino y no las creyeron (Lc 24, 11).
Los autores
antiguos creyeron conocer la respuesta a este interrogante. Las mujeres,
dice en un himno Romano el Melode, son las primeras en ver al
Resucitado porque una mujer, Eva, ¡fue la primera en pecar! [1]. Pero la
respuesta auténtica es otra: las mujeres fueron las primeras en
verle resucitado porque habían sido las últimas en abandonarle muerto e
incluso después de la muerte acudían a llevar aromas a su sepulcro (Mc 16,1).
Debemos preguntarnos por el motivo de este hecho: ¿por
qué las mujeres resistieron al escándalo de la cruz? ¿Por qué se le
quedaron cerca cuando todo parecía acabado e incluso sus discípulos más
íntimos le habían abandonado y estaban organizando el regreso a casa?
La respuesta la
dio anticipadamente Jesús, cuando contestando a Simón, dijo acerca de
la pecadora que le había lavado y besado los pies: «¡Ha amado mucho!»
(Lc 7, 47). Las mujeres habían seguido a Jesús por Él mismo, por
gratitud del bien de Él recibido, no por la esperanza de hacer carrera
después. A ellas no se les habían prometido «doce tronos», ni ellas habían pedido sentarse a su derecha y a su izquierda en su reino. Le seguían, está escrito, «para servirle»
(Lc 8, 3; Mt 27, 55); eran las únicas, después de María, su Madre, en
haber asimilado el espíritu del Evangelio. Habían seguido las razones
del corazón y éstas no les habían engañado.
* * *
Las piadosas mujeres, no están sólo, en cambio, para admirar y honrar, sino también para imitar. San León Magno dice que «la pasión de Cristo se prolonga hasta el final de los siglos» [7] y Pascal ha escrito que «Cristo estará en agonía hasta el fin del mundo»
[8]. La Pasión se prolonga en los miembros del cuerpo de Cristo. Son
herederas de las «piadosas mujeres» las muchas mujeres, religiosas y
laicas, que permanecen hoy al lado de los pobres, de los enfermos de
Sida, de los encarcelados, de los rechazados de cualquier tipo por parte
de la sociedad. A ellas –creyentes o no creyentes- Cristo repite: «A mí me lo hicisteis» (Mt 25, 40).
No sólo por el
papel desempeñado en la pasión, sino también por el de la resurrección,
las piadosas mujeres son ejemplo para las mujeres cristianas de hoy. En
la Biblia se encuentran, de un extremo a otro, los «¡ve!» o los «¡id!», esto es, los envíos por parte de Dios. Es la palabra dirigida a Abrahán, a Moisés («Ve, Moisés, a la tierra de Egipto»), a los profetas, a los apóstoles: «Id por todo el mundo, predicad el Evangelio a toda criatura».
Todos son «¡id!» dirigidos a los hombres. Existe un solo «¡id!» dirigido a las mujeres, el que se dijo a las miróforas la mañana de Pascua: «Entonces les dijo Jesús: “Id, avisad a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán”» (Mt 28, 10). Con estas palabras las constituía en primeros testigos de la resurrección, «maestras de maestros», como las llama un antiguo autor [9].
Es una pena
que, a causa de la equivocada identificación con la mujer pecadora que
lava los pies de Jesús (Lc 7, 37), María Magdalena haya acabado por
alimentar infinitas leyendas antiguas y modernas y haya entrado en el
culto y en el arte casi sólo en calidad de «penitente», más que como
primer testigo de la resurrección, «apóstol de los apóstoles», como la define Santo Tomás de Aquino [10].
* * *
«Ellas partieron a toda prisa del sepulcro, con miedo y gran gozo, y corrieron a dar la noticia a sus discípulos»
(Mt 28, 8). Mujeres cristianas, seguid llevando a los sucesores de los
apóstoles y a nosotros, sacerdotes y colaboradores suyos, el gozoso
anuncio: «¡El Maestro está vivo! ¡Ha resucitado! Os precede en Galilea, o sea, ¡dondequiera que vayáis!». Continuad el antiguo cántico que la liturgia pone en boca de María Magdalena: Mors et vita duello conflixere mirando: dux vitae mortuus regnat vivus : «Muerte y vida se han enfrentado en un prodigioso duelo: el Señor de la vida estaba muerto, pero ahora está vivo y reina».
La vida ha triunfado, en Cristo, sobre la muerte, y así sucederá un día
también en nosotros. Junto a todas las mujeres de buena voluntad,
vosotras sois la esperanza de un mundo más humano.
A la primera de
las «piadosas mujeres» e incomparable modelo de éstas, la Madre de
Jesús, repetimos una antigua oración de la Iglesia: «Santa María,
socorre a los pobres, sostén a los frágiles, conforta a los débiles:
ruega por el pueblo, intervén por el clero, intercede por el devoto sexo
femenino»: Ora pro populo, interveni pro clero, intercede pro devoto femineo sexu [11].
[Traducción del original italiano realizada por Zenit]
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